Una parte de la precipitación caída (en forma de lluvia, nieve o granizo) discurre por la superficie terrestre formando arroyos y ríos, lo que constituye la escorrentía superficial. Otra parte se infiltra en el terreno, rellenando poros y fisuras; cuando éstos se saturan, el agua fluye por gravedad hacia los manantiales, ríos o mares, dando lugar a la escorrentía subterránea.
Las aguas superficiales y las aguas subterráneas están muy relacionadas, pues es muy frecuente que el agua subterránea aflore en fuentes y manantiales para seguir un recorrido superficial, mientras que en otros casos el agua superficial se infiltra, pasando a formar parte del agua subterránea. En muchas ocasiones, los ríos superficiales sirven de desagüe natural a las corrientes subterráneas, por cuya causa aquéllos siguen llevando agua aunque transcurran largos períodos de tiempo sin llover. La relación entre las aguas superficiales y subterráneas resulta muy patente en el curso de muchos ríos. Cuando el agua circula por el álveo de un cauce asentado sobre un terreno permeable no consolidado, una parte del caudal rellena los poros de ese terreno, formando un manto de aguas subálveas que discurre a la par del río superficial (Fig. 1). Por tanto, en torno al río superficial fluye otro río subterráneo que discurre a mucha menos velocidad que el anterior. Cuando el nivel del agua se sitúa por debajo de la superficie del cauce, la totalidad del agua es subterránea.
Desde el punto de vista de su explotación hay que tener en cuenta una serie de características diferenciales entre las aguas superficiales y subterráneas:
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